En psicoterapia se utilizan en ocasiones las metáforas porque nos proporcionan un cambio de perspectiva. Una perspectiva es una manera determinada de mirar un asunto. Las metáforas utilizan un lenguaje simbólico que actúa con gran fuerza sobre el inconsciente, aumentando la capacidad creativa de la persona que recibe y entiende la información transmitida, y aumenta la creación de alternativas para situaciones en las que la parte racional no es capaz de solucionar.
El siguiente cuento cumple esta función:
LOS RETOÑOS DEL OMBÚ
Era un pueblo muy pequeño. Tan pequeño que no figuraba en los grandes mapas nacionales. Tan pequeño que sólo tenía una plaza diminuta y en su única plaza un único árbol.
Pero la gente amaba ese pueblo, amaba su plaza y amaba su árbol: un enorme ombú que estaba justo, justo, en el centro de la plaza. Y también en el centro de la cotidianeidad de los habitantes del pueblo: todas las tardes, a eso de las siete, después del trabajo, se encontraban en la plaza, recién lavados, peinados y vestidos para dar un par de vueltas alrededor del ombú.
Durante años, los jóvenes, los padres de los jóvenes y los padres de los padres de los jóvenes se habían cruzado diariamente bajo el ombú. Allí se habían fraguado negocios importantes, se habían tomado decisiones relativas al municipio, se habían concertado bodas y se había recordado a los muertos, durante años y años
Un día, algo diferente y maravilloso empezó a pasar: en una raíz lateral, saliendo de la nada, brotó una ramita verde con dos únicas hojitas apuntando al sol. Era un retoño. El primer retoño que el ombú había dado desde que se lo conocía.
Después de la conmoción, se creó una comisión que organizó una fiesta para brindar por el acontecimiento. Para sorpresa de los organizadores, no todos en el pueblo concurrieron al brindis. Había quienes decían que el retoño traería complicaciones.
El caso es que unos días después de aparecido el primer retoño, empezó a brotar otro. Y, en un mes, más de una veintena de ramitas verdes habían asomado de las ya grises raíces del ombú.
La alegría de unos y la indiferencia de otros iban a durar poco. El aviso lo dio el guardia de la plaza. Algo le pasaba al viejo ombú. Sus hojas estaban más amarillentas que nunca, eran débiles y se caían con facilidad. La corteza del tronco, antes carnosa y tierna, se había vuelto reseca y quebradiza. El guardián dio su diagnóstico:
- El ombú está enfermo. Y quizá morirá.
Esa tarde, durante el paseo vespertino, se planteó la discusión. Algunos empezaron a decir que todo era culpa de los retoños. Sus argumentos eran concretos: todo iba bien antes de que aparecieran.
Los defensores de los retoños decían que una cosa nada tenía que ver con la otra y que los retoños aseguraban el futuro si algo le pasaba al ombú.
Planteadas las posiciones, se formaron dos grupos claramente opuestos: uno que ponía el acento en el viejo ombú y otro que lo ponía en los nuevos retoños. Sin saber cómo, la discusión se volvió cada vez más acalorada y los dos grupos cada vez se distanciaron más. Llegada la noche, acordaron llevar el tema a la reunión vecinal del día siguiente para calmar los ánimos.
Pero los ánimos no se calmaron. Al día siguiente, los Defensores del Ombú, como empezaron a llamarse, dijeron que la solución del problema era volver atrás. Los retoños estaban quitándole fuerzas al viejo ombú y actuando como parásitos del árbol. Tenían, por lo tanto, que destruir los retoños.
Los Defensores de la Vida, como se había bautizado el segundo grupo, escucharon azorados, porque también ellos se habían reunido ya para encontrar una solución. Había que talar el viejo ombú, que en realidad ya había cumplido su ciclo. Lo único que hacía era quitar sol y agua a los recién nacidos. Además, era inútil defender al ombú porque, de todas formas, el viejo árbol estaba prácticamente muerto.
La discusión terminó en una pelea y la pelea en una gresca, donde no faltaron gritos, insultos y patadas. La policía disolvió el escándalo mandando a todos a sus respectivas casas.
Los Defensores del Ombú se reunieron esa noche y decidieron que la situación era desesperada, ya que sus estúpidos adversarios no iban a atender a razones y, por lo tanto, debían actuar. Armados con tijeras de podar, palas y picos, decidieron atacar: una vez destruidos los retoños, la situación a negociar sería diferente.
Llegaron a la plaza muy contentos. Al acercarse al árbol, vieron que un grupo de personas apilaba maderas alrededor del ombú. Eran los Defensores de la Vida, que planeaban prenderle fuego.
Ambos grupos de defensores se enzarzaron en otra discusión, pero esta vez sus manos estaban armadas de odio, resentimiento y ganas de destruir. Varios retoños fueron pisoteados y dañados durante la pelea. El viejo ombú también sufrió severos daños en su tronco y en sus ramas. Más de veinte defensores de ambos bandos terminaron la noche internados en el hospital, con heridas de más o menos gravedad.
A la mañana siguiente, la plaza apareció con un panorama distinto. Los Defensores del Ombú habían levantado un cerco alrededor del árbol y lo custodiaban permanentemente cuatro personas armadas.
Los Defensores de la Vida, por su parte, habían cavado un foso y habían instalado alambre de púas alrededor de los retoños que quedaban, a fin de repeler cualquier ataque.
Entre el resto del pueblo, la situación también se había vuelto insostenible: cada grupo, en su afán por conseguir más apoyo, había politizado la situación y obligaba al resto de los habitantes a tomar posición. Quien defendía al ombú era, por tanto, enemigo de los Defensores de la Vida, y quien defendía a los retoños debía, por tanto, odiar a muerte a los Defensores del Ombú.
Finalmente, se decidió llevar la decisión ante el juez de paz, que debería dar su veredicto el domingo siguiente.
Dividido el público por una cuerda, los dos bandos se agredían verbalmente. El griterío era terrible y nadie conseguía hacerse escuchar.
De pronto, se abrió la puerta y, por el pasillo, seguido de la mirada de ambos bandos, el Viejo avanzaba apoyado en su bastón.
El Viejo, que debía tener más de cien años, había fundado aquel pueblo en su juventud, había planificado sus calles, había sorteado los terrenos y, por supuesto, había plantado el árbol.
El Viejo era respetado por todos y su palabra conservaba la lucidez que le había acompañado toda su vida.
El anciano rechazó los brazos que se ofrecían para ayudarlo y, con dificultad, subió al estrado y les habló:
- ¡Imbéciles! ‑dijo‑. Os llamáis a vosotros mismos Defensores del Ombú, Defensores de la Vida… ¿Defensores? Sois incapaces de defender nada, porque vuestra única intención es hacer daño a aquellos que piensen de manera diferente. No os dais cuenta de vuestro error y tanto unos como otros estáis equivocados.
El ombú no es una piedra. Es un ser viviente y, como tal, tiene un ciclo vital. Este ciclo incluye dar vida a los que continuarán su misión. Es decir: incluye preparar a los retoños para hacer de ellos nuevos ombúes.
Pero los retoños, estúpidos, no son sólo retoños. Por ello no podrían vivir si el ombú se muere, y la vida del ombú no tendría sentido si no fuera capaz de convertirse en una vida nueva.
Preparaos, Defensores de la Vida. Entrenaos y armaos. Pronto llegará la hora de prender fuego a la casa de vuestros padres con ellos dentro. Pronto envejecerán y empezarán a estorbar en el camino.
Preparaos, Defensores del Ombú. Practicad con los retoños. Debéis estar preparados para pisotear y matar a vuestros hijos cuando éstos quieran reemplazaros o superaros.
¡Y vosotros os llamáis «Defensores»!
Vosotros lo único que queréis es destruir…
Y no os dais cuenta de
que destruyendo y destruyendo,
destruiréis también,
inexorablemente,
todo aquello que queréis defender.
¡Reflexionad!
No os queda mucho tiempo…
Y, dicho esto, bajó lentamente del estrado y caminó hacia la puerta entre el silencio de todos.
Y se fue.