El control es habitualmente una herramienta de supervisión, tanto en el mundo empresarial, como en el académico, en el familiar, en el social… En nuestra sociedad se vive el control como algo natural, e incluso una irresponsabilidad la ausencia de control en determinadas circunstancias.
Sin embargo, cuando ejercemos el control sobre alguien, le estamos trasmitiendo: «no confío en ti»; «quiero que las cosas se hagan a mi manera»; «no creo que seas capaz de hacerte responsable».
Esto provoca en la otra persona dos posibles respuestas: la resistencia o la sumisión. Ambas viven el control como una carga desagradable, dejan de sentirse libres, su capacidad de elección se limita y en consecuencia no se comprometen ni con los objetivos ni con los resultados. Esta forma de actuar acaba generando personas no autónomas y no proactivas, lo que provoca que se intente controlar más, dando lugar a un circuito que se retroalimenta constantemente.
Por el contrario la responsabilidad y el compromiso necesitan de un ambiente de confianza. Para ello, las personas que son adictas al control han de trabajar sobre éste para cambiarlo.
Se necesita un análisis profundo e interiorizado para ver el control como una imposibilidad, una ilusión que nos da una falsa seguridad. En realidad apenas se puede controlar nada, la vida está llena de imprevistos y de variables que se nos escapan totalmente. La fuerza con la que intentamos controlar, es la misma fuerza que nos arrastra en sentido inverso hacia la angustia de no estar lográndolo.
Cuando podemos aceptar esto y nos entregamos al fluir de la vida, es cuando nuestra relación con el entorno cambia profundamente, nos relajamos y nos podemos acercar más a los demás.